REVISÃO REVIEW

 

Viejos y nuevos riesgos: en busca de otras protecciones

 

Old and new risks: in pursuit of other forms of protection

 

 

Sandra Caponi

Departamento de Saúde Pública, Universidade Federal de Santa Catarina, Florianópolis, Brasil

Correspondencia

 

 


RESUMEN

Partiendo del concepto de salud como "abertura al riesgo", esbozado por Canguilhem en 1946, intentamos demarcar los límites entre aquellos riesgos que exigen redes de protección social y aquellos que deben ser tolerados porque forman parte de la condición humana. Para comprender esta cuestión se analiza la emergencia histórica del concepto de riesgo tal como fue pensado en el inicio de la sociedad industrial y su vinculación con la idea de peligrosidad del riesgo analizada por Robert Castel en dos textos: La Gestión de los Riesgos y La Inseguridad Social: Qu'est-ce Qu'etre Protegé? Se observa las continuidades y discontinuidades existentes entre esos riesgos clásicos, con sus estructuras de protección social, y el surgimiento de una nueva sensibilidad referida a las amenazas que se multiplican en la modernidad tardía.

Riesgo; Medición de Riesgo; Protección


ABSTRACT

Based on the concept of health as openness to risk, as outlined by Canguilhem in 1946, the authors seek to distinguish between risks that require social protection networks and those that should be tolerated as part of the human condition. To understand this issue, the article analyzes the historical emergence of the risk concept as viewed in early industrial society and its link to the idea of dangerousness and risk as analyzed by Robert Castel in his work From Dangerousness to Risk and L'Insegurité Sociale: Qu'est-ce Qu'etre Protegé? The authors discuss the continuities and discontinuities in these classical risks, with their social protection structures, and the emerging awareness of multiple hazards in late modernity.

Risk; Risk Assessment; Protection


 

 

En un texto recientemente publicado en Cadernos de Saúde Pública, Spink 1 analiza la transición de una sociedad heredera de las estrategias disciplinarias del siglo XIX a otra donde se han interiorizado las exigencias sociales en forma de respuestas individuales a riesgos posibles. Esa transición implicaría también una distancia con relación a una sociedad conservadora, fundamentada en normas y reglas, frente a una nueva sensibilidad abierta a la capacidad individual de enfrentar ciertos riesgos, definidos como riesgo-aventura. Como respuesta a esta nueva sensibilidad sobre los riesgos señalada por Spink 1, Ayres 2 se pregunta: "¿De qué aventura estamos hablando cuando consideramos positivamente el exponerse a daños, el osar, hacer que las cosas ocurran, descalificando y considerando como somnolienta la opción de no correr riesgos?" (p. 1297-8).

A grandes rasgos esta oposición ilustra dos modos diferentes de comprender la noción de riesgo. La primera privilegia lo que podríamos denominar como cierta positividad inherente a ese concepto, cuando lo asociamos a aventura, a juego, a lo inesperado, al acontecimiento; ella deriva de los estudios referidos al cálculo de riesgo, implicados en los "juegos de azar", pues todo juego implica cierto margen de riesgos que puede ser calculado según la probabilidad 3. La segunda se opone a esta posición, denunciándola como heredera de una nueva sensibilidad propia del individualismo posmoderno, que de un modo fútil ha reducido todos los riesgos a respuestas individuales, olvidando las estrategias sociales de enfrentamiento a circunstancias concretas e indeseables que podemos prever y evitar. En este último caso el riesgo estaría vinculado al sentimiento de la presencia o de la potencialidad de un evento dañino o peligroso, y es esta idea de riesgo la que ha caracterizado el discurso de la salud pública desde el siglo XIX.

Es, justamente, en el punto de intersección entre esos dos discursos, en la frontera entre ambos, en el que me sitúo en este escrito, puesto que al aceptar el concepto de salud como "abertura al riesgo" enunciado por Canguilhem 4, será inevitable hablar de cierta positividad inherente al concepto de riesgo. Sin embargo, no se trata del riesgo-aventura del que habla Spink 1, sino de la capacidad, para Canguilhem 4 inherente a la salud, de enfrentar situaciones nuevas, bien sean las caracterizadas por la marca de la aventura, como las opuestas determinadas por el sufrimiento. No obstante, defender exclusivamente la abertura al riego podría llevar a tolerar la desprotección contra esos peligros y daños 5,6,7,8 que pueden y deben ser evitados. Fue esa capacidad de anticipar los riesgos la que posibilitó la creación de estrategias de protección social y de prevención de diversas enfermedades.

Por esa razón no se trata de afirmar irónicamente "cada uno por sí mismo, el riesgo es para todos" 9 (p. 190), limitémonos a aceptar los riesgos. Se trata, por el contrario, de ensayar una respuesta, que no pretende ser conclusiva, a la siguiente pregunta: ¿es posible establecer diferencias entre esos riesgos que indican la anticipación de un peligro que puede y debe ser socialmente evitado, y la explosión de nuevos riesgos que patologizan esos infortunios que forman parte de la condición humana?

Para intentar responder a esta pregunta será analizado inicialmente el concepto de salud como apertura al riesgo propuesto por Canguilhem 4 y su exigencia, dirigida a los programas de salud, de "discreción de las relaciones sociales". Por otra parte, y en la medida que el recurso al análisis histórico puede ser una ayuda privilegiada para comprender los límites entre los riesgos que podemos aceptar y aquellos que deben ser evitados, será abordada la emergencia histórica del concepto de riesgo en la sociedad industrial. Diversos autores se han ocupado de analizar ese periodo histórico 5,6,7,8,10, aquí no se trata de reconstruir una vez más esa historia, sino de hacer uso de la misma para comprender mejor nuestro presente, esto es, se trata de observar las continuidades y rupturas existentes entre el concepto de riesgo tal como aparece en la sociedad industrial, incluyendo las protecciones sociales entonces construidas, y el modo como actualmente nuestras sociedades piensan y actúan en relación a los riesgos.

Para poder establecer esas diferencias y continuidades será analizada esa nueva sensibilidad sobre los riesgos – propia de la modernidad tardía – que ha desplazado, poco a poco, a los actores sociales comprometidos en la gestión de los riesgos.

Así, a través del diálogo con diversos autores que han estudiado el concepto de riesgo propongo intentar demarcar los límites entre aquellos riesgos, para los cuales deben ser construidas redes sociales de protección, y aquellos que exigen, como contrapartida, cierta "discreción de las relaciones sociales". Estos últimos no se limitan a los estilos de vida considerados indeseables, se refieren también a todo ese amplio dominio de frustraciones y debilidades que forman parte de la condición humana y que la sociedad terapéutica se ha obstinado en cuantificar y medicalizar.

 

La salud como abertura al riesgo

En O Normal e o Patológico 4 (p. 146) Canguilhem parte de una afirmación que indica que "lo normal es poder vivir en un medio en el que oscilaciones y nuevos acontecimientos son posibles". Dicho de otro modo, no es la fuga de los intervalos, así llamados normales, lo que indica el momento en el que se inicia una enfermedad, sino las dificultades que el organismo encuentra para dar respuestas a las demandas que su medio le impone 11. Y, es justamente la consideración de este sufrimiento, de este sentimiento de impotencia individual, lo que nos permite abordar una definición menos restringida del concepto de salud.

La salud es pensada por Canguilhem 4 como "margen de seguridad contra las infidelidades del medio" o como "abertura al riesgo". Por eso, cuando hablamos de una salud deficiente estamos refiriéndonos a la "restricción del margen de seguridad, a la limitación del poder de tolerancia y de compensación a las agresiones y riesgos que el medio nos impone" 12 (p. 35).

Por el contrario, integrar en el espacio de la salud las variaciones, las anomalías, los riesgos, implica negarse a considerar la enfermedad en términos de contra-valor o desvío. "Al contrario de ciertos médicos siempre dispuestos a considerar las enfermedades como crímenes, porque los interesados son de cierta forma responsables, por exceso u omisión, creemos que el poder y la tentación de enfermarse es una característica esencial de la fisiología humana. Transponiendo una frase de Valéry, se puede decir que la posibilidad de abusar de la salud forma parte de la salud" 4 (p. 162).

Para Canguilhem 4, lo que caracteriza a los organismos es su prodigalidad, un cierto exceso de cada uno de nuestros órganos, que nos permite garantizar cierto margen de seguridad sobre el desempeño normal. "Pulmón de más, riñones de más, páncreas de más, aún cerebro de más si limitásemos la vida a la vida vegetativa. El hombre se siente portador de una super abundancia de medios, de los cuales es normal abusar" 4 (p. 133).

Frente a esa prodigalidad orgánica, cabe a cada uno de nosotros elegir cuales son los riesgos que desea y puede aceptar. Por esa razón, tanto Canguilhem cuanto Dejours 13 (p. 8) parten de una misma suposición: "La salud de las personas es un asunto vinculado con las propias personas. Esta idea es primordial y fundamental, no se puede sustituir los actores de la salud por elementos externos". Dicho de otro modo, la frontera entre lo normal y lo patológico sólo puede ser precisa para un individuo considerado "simultáneamente"; es cada individuo que sufre quien puede reconocer sus dificultades para enfrentarse a las exigencias que el medio le impone.

Sólo cada uno de nosotros puede delimitar el momento preciso en que se inicia su enfermedad. Por ello Canguilhem 4 (p. 26) destaca un hecho poco considerado a la hora de programar políticas públicas y acciones colectivas de salud: "La salud no es sólo la vida en el silencio de los órganos, es también la vida en la discreción de las relaciones sociales". Si nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, de riesgos y dificultades y si la salud es entendida como el conjunto de poderes que nos permite vivir bajo las exigencias que nuestro medio nos impone, entonces es preciso que pensemos que la "discreción" debe ser uno de los elementos, y no lo menos importante, que debe ser considerado a la hora de planear políticas públicas, tanto de asistencia como de promoción y prevención.

Sin embargo, esa discreción se mantuvo por mucho tiempo como un elemento ajeno al espacio de la salud pública. "Es aquí donde cierto discurso encuentra su ocasión y justificación. Este discurso es el de la higiene, disciplina médica tradicional, recuperada y travestida por una ambición socio-político-médica de reglamentación de la vida de los individuos" 12 (p. 24). Esta pesada herencia de la higiene y de la medicina social aún se reitera en ciertas políticas actuales dirigidas al control de las consideradas poblaciones y conductas de riesgo. Canguilhem 12 habla de la exposición a los riesgos como un elemento esencial de la salud de las personas, en contrapartida les compete a las instituciones de salud garantizar cierta discreción, cierta tolerancia frente a los riesgos que cada uno de nosotros escoge enfrentar.

Aún así, subsisten múltiples riesgos no escogidos, sino impuestos, y esa exposición a riesgos indeseados se hace más y más dramática en las sociedades que se caracterizan por la inequidad y la inseguridad social. Esto es, sociedades en las que no existen las redes básicas de protección contra situaciones tales como el desempleo, la desnutrición o el hambre.

Para que en nuestras sociedades caracterizadas por la desprotección pueda hablarse de discreción de las relaciones sociales, y para que esa discreción pueda ser efectiva y no se transforme en "omisión", debemos recordar que sólo podemos hablar de salud cuando detentamos los medios para enfrentar nuestras dificultades y compromisos. Debemos recordar, también, que la conquista y ampliación de estos medios no es una tarea exclusivamente individual, sino que es una tarea social y colectiva.

 

Sobre riesgos e infidelidades

A partir de la afirmación de que los riesgos, las infidelidades y hasta las enfermedades forman parte de nuestras vidas, resulta necesario admitir que la búsqueda de la salud perfecta no puede ser nunca un objetivo legítimo para la salud pública. Entonces, deben poder ser diferenciados aquellos riesgos inaceptables, para los cuales deben construirse redes sociales de protección, de aquellas infidelidades y sufrimientos que son constitutivos de la condición humana.

Siendo así, será preciso considerar con extremo cuidado, por ejemplo, las reiteradas afirmaciones referidas a la depresión como "epidemia de siglo". La patologización del sufrimiento y la consecuente medicalización de la tristeza parece ser una de las notas sobresalientes de este tiempo caracterizado por una demanda permanente de bienestar y por una intolerancia creciente con el sufrimiento del otro. La tristeza, e incluso el pesimismo, en la medida que pasaron a ser pensados como indicadores de riesgo, o como anticipación de una temida depresión, aíslan y debilitan a los sujetos que son socialmente conducidos a medicalizar su dolor.

La delimitación entre los riesgos inherentes a la condición humana y aquellos que exigen la creación de redes sociales de protección, puede permitir la construcción de intervenciones eficaces capaces de respetar la exigencia de "discreción de las relaciones sociales", sin que eso implique omisión o desconsideración de problemas que deben ser enfrentados. Propongo utilizar la historia del concepto de riesgo con la finalidad de comprender mejor nuestro presente. Me limitaré a analizar parte de esa historia, la emergencia del concepto de riesgo en la sociedad industrial, que ya fue estudiada por diversos autores 5,6,7,8,10, con el objetivo preciso de demarcar las fronteras entre esos riesgos que reclaman protección social y aquellos que forman parte de la condición humana.

Recordemos que en el inicio de la sociedad industrial el concepto de riesgo empieza a estar directamente vinculado a una nueva percepción sobre los accidentes 10. Entonces el accidente se libera de la connotación metafísica que lo caracterizaba en la sociedad del siglo XVII y parte del XVIII. Hasta ese momento el accidente era identificado como algo malo y sufrimiento, bien fuera un sufrimiento físico, como el sacrificio o la aflicción en el trabajo, la agonía de la muerte o los dolores en el parto, bien fuera un sufrimiento moral provocado por el aislamiento o la humillación. Poseía una connotación metafísica que remitía inmediatamente al pecado, infortunio o desgracia.

En el siglo XIX esa percepción del accidente cambia radicalmente y empieza a asociarse, de un modo cada vez más claro, a la idea moderna de riesgo. Particularmente, se asocia a la idea de situaciones puntuales que pueden generar accidentes graves y evitables como efecto de condiciones precarias de trabajo o de vida, hechos que hasta ese momento eran simplemente atribuidos al destino. Este pasaje marca el desplazamiento del poder monárquico, fundamentado en la punición y en el castigo, para ese orden fundamentado en la vigilancia y la disciplina que caracterizará la sociedad industrial 1,6.

Paralelamente existe una modificación vinculada a las causas y a la temporalidad de los accidentes. Ellos dejan de remitir a un castigo divino, como consecuencia de faltas cometidas en el pasado, para pasar a integrar cadenas causales que pueden ser, con auxilio de instrumentos como la observación, el registro y la estadística, anticipadas y controladas. Lo que importa en la sociedad industrial es poder garantizar un control de los riesgos posibles, esto es controlar la ocurrencia futura de accidentes. El riesgo prevenido, anticipa una falta o un accidente por venir y ese accidente se encuentra a mitad de camino entre la regularidad estadística y las libertades individuales.

En el momento en que la sociedad industrial vincula los riesgos con accidentes evitables, la figura del pobre asume nuevas características desplazándose al centro del debate. Los estudios de Villermé 14 sobre la mortalidad de niños trabajadores en la industria de algodón de 1846, los estudios de Parent-Duchatelet 15 sobre las condiciones de vida y las enfermedades propias de las mujeres trabajadoras del sexo de 1940, así como el estudio, más conocido de Engels 16 sobre las condiciones de vida de la clase operaría Inglesa, atestiguan la preocupación por los riesgos con los que el mundo de la pobreza debía enfrentarse 17. El recurso que esos autores utilizan no es otro que la evidencia estadística. Ella permite mostrar de modo claro la mortalidad diferencial entre ricos y pobres, y consecuentemente los riesgos representados por condiciones de vida y trabajo algunas veces deficientes y otras despiadadas.

De esta forma, en el siglo XIX se producirá un doble desplazamiento, no sólo los conceptos de accidente y riesgo dejan de estar vinculados con ideas metafísicas de destino y punición, sino también la propia concepción de pobreza deja de ser pensada en términos morales. Desde entonces resulta necesario estudiar la situación vital y social de ese proletariado industrial que, en su gran mayoría, vivía en condiciones míseras.

En la sociedad industrial el riesgo se asocia con los accidentes de trabajo y con la pobreza y paralelamente se vincula con las ideas de protección social y seguridad. El reconocimiento de los riesgos llevó a que fueran creadas, estimuladas y organizadas nuevas formas de solidaridad popular tales como asociaciones de ayuda mutua, las cajas obreras, las cooperativas y mutuales, redefiniéndose los roles y las nuevas funciones del Estado 10,18,19. Así, la protección contra los riesgos implicó, en las sociedades modernas organizadas, la construcción de redes de solidaridad profesional integradas con un Estado capaz de garantizar la existencia de estrategias de protección contra fenómenos tales como los accidentes de trabajo, el desempleo, la enfermedad o la vejez. El Estado y las categorías socio-profesionales homogéneas son las bases sobre las que se han edificado los sistemas de protección colectiva. Como sabemos ambas instancias se encuentran en proceso de desarticulación desde la década de 1970 18.

Las razones de está desarticulación son múltiples, se vinculan a la proliferación de nuevas profesiones, con la movilidad generalizada de los trabajadores, con la disolución de las identidades profesionales, con los nuevos roles de un Estado mínimo, entre otros cambios que tienden a transformar en obsoletas las redes clásicas de solidaridad. Pero, ¿qué ocurre cuándo los clásicos esquemas de protección desaparecen? Sucede que inevitablemente los riesgos clásicos, aquellos propios de la sociedad industrial del siglo XIX, directamente asociados a la inequidad, reaparecen con fuerza inesperada.

 

La persistencia de los riesgos clásicos

Teixeira 9 (p. 195) señala una contradicción que merece ser recordada. Él indica que la Medicina de los pobres, la Higiene Pública, "es la que primero ofrece respuestas para 'los riesgos de los ricos' mientras que la 'medicina previdenciaria' [basada en el modelo de medicina de los ricos] fue la que suministró las principales armas de defensa contra los riesgos de los pobres".

Sin embargo, esa red de protección social no fue edificada del modo deseado. Basta recordar un pequeño texto de Engels 16, extraído del capítulo de La Situación de la Clase Obrera en Inglaterra dedicado a las grandes ciudades, para observar la persistencia de riesgos evitables que aún se mantienen inalterados en nuestros suburbios. "En general las calles son desiguales y sucias, con restos de animales y vegetales, sin cloaca. Allí, muchas personas mueren de hambre indirectamente – y muchos más directamente – porque la falta de medios de subsistencia produce enfermedades mortales. La privación a la que están sometidos produce una debilidad tal del cuerpo que enfermedades que para otras personas serían leves se convierten, para ellos, en graves y mortales. Los obreros llaman a esa situación de homicidio social y acusan a toda la sociedad de cometer ese delito" 16 (p. 46).

Se evidencian en esa referencia las mismas carencias hoy existentes en las periferias urbanas del tercer mundo y en muchos barrios de inmigrantes de las sociedades desarrolladas. En esos espacios, aunque exista una distancia de un siglo y medio, los problemas y riesgos permanecen idénticos. Por otra parte, hoy es necesario añadir nuevos actores a ese drama: desempleados, jóvenes que habitan en la periferia y en las favelas, subempleados e inmigrantes ilegales, forman parte de ese mundo que, en el siglo XIX, fue designado con el sugestivo nombre de clases peligrosas.

De esta manera, para poder hablar del concepto de salud como abertura al riesgo o como margen de seguridad contra las amenazas del medio, será necesario analizar la ambigüedad y polisemia inherente al concepto de riesgo. Como afirma Almeida-Filho 6 (p. 135) será necesario preguntar si no "habría sido el propio carácter polisémico de ese concepto, su referencia simultánea al daño, peligro, amenaza a la salud y la vida, lo que atrajo a los fundadores de la epidemiología. ¿Buscaron beneficiarse con esa ambigüedad original, encapsulando sentidos tan diversos en un concepto clave, posteriormente enriquecido con una connotación probabilística propia?".

Observando su surgimiento histórico vemos que inicialmente el concepto de riesgo se refería a los accidentes y enfermedades derivados de la sociedad industrial, y que, entonces, el mundo de la pobreza (proletarios, empleados rurales, desempleados) estaba situado en el centro del debate. Es posible incluso descubrir una anticipación del concepto Canguilhemiano de salud en el texto de Engels 16 antes citado. Para él es la falta de medios de subsistencia, la privación, lo que hace que los organismos de esos obreros que habitan en el suburbio de Londres, tengan un margen limitado o nulo de tolerancia para con las amenazas (en este caso enfermedades leves) que el medio les impone. Aquellas enfermedades (riesgos) que para otros serían leves, se convierten para ellos en mortales.

Sin embargo, aunque los riesgos clásicos no han dejado de existir y de multiplicarse, parecen haber sido relegados a un segundo plano en las últimas dos décadas 20. Las estadísticas actuales ya no privilegian los problemas de la pobreza, asistimos atónitos a una proliferación de discursos y de estadísticas sobre los más variados riesgos (consumo de tabaco, alcohol, sedentarismo, pero también dietas peligrosas, estrés, pesimismo, miedos, etc.) vinculados con los estilos de vida y conductas indeseables, que se equipararon en gravedad a los riesgos a los que clásicamente estuvieron expuestos los habitantes del mundo de la pobreza.

Según Castiel 21 "parece existir colectivamente la percepción de un aura de amenaza sobre todos nosotros que puede concretizarse en cualquier instante. Especialmente, si no nos cuidamos como mandan los preceptos de la prevención en salud, las normas de seguridad en el trabajo, las precauciones en las actividades cotidianas. (...) Como dice Beck (1992), se vive en una sociedad globalizada de riesgo – una sociedad catastrófica".

En el otro lado de la moneda de ese fenómeno de explosión y extensión de los riesgos asistimos también a un cambio de los agentes responsables por garantizar la protección. Éste se produce tanto en relación a los nuevos riesgos vinculados con los estilos de vida, como en relación a los riesgos clásicamente vinculados con el mundo de la pobreza y el trabajo: "Resulta innegable que con la individualización de las tareas asistimos también a una responsabilización de los agentes. Son ellos los que deben enfrentar a las situaciones, asumir los cambios, en fin, ser responsables por ellos mismos" 18 (p. 60). Hoy es más aceptable censurar a los consumidores de alcohol o tabaco por su responsabilidad ante un cáncer, que promover investigaciones o acciones tendientes a combatir las causas ambientales o sociales de las diversas enfermedades vinculadas con la pobreza 22.

Por tanto, la preocupación por los riesgos parece haberse desplazado desde las carencias vinculadas a las inequidades sociales, hacia una serie de riesgos estadísticamente definidos a partir de los cuales se prescriben normas y estilos de vida deseables. Está en nuestras manos adaptar los comportamientos de riesgo a nuevas y cambiantes exigencias. Con la ayuda de ese conjunto de cifras, que parecen haberse transformado en icono de los tiempos modernos 22 se fue desplazando hacia los individuos la culpa por su malestar, quedando poco espacio para el análisis político.

Esta responsabilización de los individuos no es un fenómeno propio de nuestra modernidad. Recordemos que, en el nacimiento de la higiene o de la medicina social ya estaba fuertemente instalada una visión moralizadora de las conductas, una clara articulación entre enfermedades y faltas morales. Ese vínculo aparece en Parent-Duchatelet 15 cuando se refiere a las trabajadoras del sexo, en Villermé 14 cuando, en el Tableau de l'Etat Physique et Moral des Ouvriers se refiere al estado físico y moral de las familias populares y aún en Engels 16 (p. 127) cuando se refiere a esa franja del proletariado que acepta someterse a su destino: "viven sin preocuparse por el destino de la humanidad, se dejan llevar por la suerte, juegan, beben porquerías, bromean con las muchachas, y en ambos casos, lo hacen como bestias, contribuyendo para el rápido aumento del vicio".

Algo parece ser erróneo cuando los programas de prevención de las enfermedades y hasta los programas de promoción de la salud están más interesados en normalizar estilos de vida y conductas individuales, con padrones morales heredados del siglo XIX, que en evitar los riesgos propios del mundo de la pobreza que hoy parecen haber sido naturalizados.

 

La pasión preventivista

Ya en 1984, en un texto hoy clásico, La Gestión de los Riesgos 23 se refería a las dificultades implicadas en la asociación entre prevención de riesgos y moralización o normalización de las costumbres. Allí analiza una transformación sufrida por el concepto de riesgo durante los años 80. Afirma que en esos años se produjo un desplazamiento de las intervenciones curativas terapéuticas hacia una "gerencia administrativa preventiva de las poblaciones de riesgo" 23 (p. 153). Este desplazamiento aparece como aliado a nuevas estrategias de promoción de la salud que nos conducen a ejercer un cierto 'trabajo' sobre nosotros mismos, con la finalidad de producir cuerpos saludables, eficientes, adaptables y, podemos añadir, empleables. La prevención se ha transformado en "localización y determinación de riesgos"; esto ya no se refiere, como en los tiempos de Villermé 14, a la presencia de un peligro concreto para un individuo o grupo (por ejemplo, la exposición de los niños trabajadores de las minas a elementos tóxicos), sino a la suma variable de datos impersonales, de factores independientes que pueden, eventual y potencialmente, conjugarse y producir conductas médica o socialmente indeseables 24.

Por eso, como afirma Castel 23 (p. 154), prevenir se transforma en vigilar, o mejor en "anticipar la emergencia de acontecimientos indeseables en el seno de poblaciones estadísticamente detectadas como portadoras de riesgo". El riesgo ya no se refiere a los accidentes, ni al mundo de la pobreza, ya no tiene como horizonte las redes sociales de protección popular o estatal. El riesgo se define por la correlación de criterios asociados que pueden ser calculados y medidos. Algunos de esos criterios son médicos, otros son sociales. De este modo, cuando nos cuestionamos, por ejemplo, el peligro de la mortalidad materna en el parto, aparecen factores, tales como la edad de la madre, si realizó o no exámenes prenatales, si es soltera, si trabaja, si es drogodependiente, etc.

Si estos factores convergen en el cuadro de lo que se denomina una "madre de riesgo", entonces se pedirá, aun cuando no suceda nunca, la intervención de diferentes opiniones: médicas, de asistentes sociales, psicólogos, agentes comunitarios, enfermeras. Siendo o no eficaz, este tipo de acción permitirá "organizar un fichero general de anomalías" 23 (p. 140). Se posibilitará, así, la separación de dos universos familiares: "las familias normales, las que no tienen historia o cuyas historias no llegaron a los servicios sociales" 23 (p. 141), y las otras, las que se destacan de modo indefinido y confuso como anormales, las que representan riesgos médicos o sociales.

Así, "la prevención se transforma en la anticipación de probables ocurrencias de enfermedades, anomalías o comportamientos desviados que deben ser minimizados, y de comportamientos saludables que deben ser maximizados" 25 (p. 145). Ya no se trata tanto de crear estrategias de protección contra situaciones concretas, sino prever y anticipar la aparición de conductas indeseables, desvíos posibles de lo normal. Se trata de detectar las marcas que indican que esas poblaciones o individuos deben ser estadísticamente considerados como de riesgo. Como afirma Castel 23 (p. 154): "no interesa tanto enfrentar una situación ya peligrosa, como anticipar todas las imágenes posibles de la erupción del peligro. Lo qué marca el vacío del lugar del peligro es la distancia numérica con relación a lo normal, esto es, con relación a lo frecuente".

Resulta difícil considerar, en este contexto, la exigencia de "discreción de las relaciones sociales" postuladas por Canguilhem 12. La amenaza de peligro convierte en ingenua y en poco eficaz cualquier exigencia de discreción y de tolerancia. Por el contrario, y allí radica la peligrosidad del riesgo, podemos crear profecías que se autorrealizan. Así el riesgo de la violencia declamado en medios de comunicación de manera permanente y el temor que producen, parece generar ciudades sin ciudadanos, desoladas y violentas; el riesgo de que un infortunio o un sentimiento de tristeza se transforme en "depresión" puede generar sujetos dependientes de psicofármacos legales como el Prozac e incapaces de reflexionar sobre sus dificultades; el índice de vulnerabilidad juvenil que mide (en base a seis indicadores sociales) el riesgo de involucramiento de jóvenes con el crimen puede producir criminales potenciales y jóvenes vigilados en ese exacto momento en que pretende evitar el así llamado "contagio" del crimen.

Esta nueva sensibilidad contra los riesgos transforma sutilmente las clásicas estrategias de bio-poder propias de la modernidad que fueron analizadas por Castel 18,23 a partir de los estudios de Foucault 26. Hoy sería necesario observar de qué modo se articula el gobierno de los otros (la gestión de las poblaciones o las biopolíticas de la población) y el gobierno de uno mismo (las tecnologías del yo) con la problemática de los riesgos que transita entre un dominio y el otro.

 

De la explosión del riesgo a la aceptabilidad del riesgo

Es en ese espacio complejo de la gobernabilidad donde se dibuja la una nueva problemática del riesgo. Ésta surge como efecto de una doble transformación, por un lado, la mutación de las clásicas estrategias de gestión y gobierno de las poblaciones, esto es, la transformación de las estrategias biopolíticas propias de la sociedad industrial que, poco a poco, en la modernidad tardía se han ido debilitando, generando una dificultad creciente para estar asegurados contra los riesgos clásicos que las sociedades opulentas creyeron, erróneamente, haber neutralizado (accidentes, enfermedad, desempleo, violencia). Por otra parte, la proliferación de datos estadísticos; la acumulación de una producción científica centrada en la problemática del riesgo que parece haber tenido una verdadera explosión en los últimos años; la existencia de una verdadera industria de determinación y evaluación de riesgos ligada a disciplinas como la ingeniería, toxicología, bioestadística 21 han generado nuevos temores y miedos.

Entre esos temores, que van desde la contaminación y la toxicidad de los alimentos hasta las catástrofes naturales provocadas por los desequilibrios ambientales, pasando por los nuevos métodos de diagnóstico, existe un conjunto cada vez más amplio de riesgos que nos cabe a cada uno de nosotros administrar.

Surge así, una nueva generación de riesgos que parecen estar diseminados a cada paso y en cada acción, propiciando lo que Beck 27 designó como "sociedad del riesgo". Cada una de estas transformaciones aumentó el sentimiento de vulnerabilidad y de fragilidad individual ante una existencia donde se han multiplicado los desafíos, las pruebas y los temores al mismo tiempo en que han disminuido las protecciones clásicas. Un sentimiento generalizado de miedo e inseguridad parece haberse instalado delante de esta "inflación actual de la sensibilidad a los riesgos, que hace de la seguridad una búsqueda infinita y siempre frustrada" 18 (p. 76).

Mientras los riesgos clásicos se refieren a contingencias de la vida cuyas consecuencias pueden ser "dominadas porque se socializan" 18 (p. 76), tales como la vejez o el desempleo, los nuevos riesgos se refieren a una serie de amenazas difusas que se confunden con las debilidades y las dificultades propias de la condición humana. A lo mejor porque estos nuevos riesgos se asocian a catástrofes naturales o a conductas individuales (el número de compañeros sexuales), y por tanto parecen llevar la marca de lo incontrolable, y consecuentemente de la frustración y el fracaso.

No se trata aquí de minimizar la existencia de nuevos riesgos, por ejemplo, las múltiples enfermedades emergentes que en el mundo globalizado no poseen fronteras definidas, sino simplemente de señalar cierta sobrevaloración de esos riesgos que nos cabe a cada uno de nosotros administrar aún cuando esa gestión esté destinada a fracasar.

La lista de alimentos cancerígenos es tan elevada que "la búsqueda de riesgo cero en materia alimentaria sería, abstenerse de comer. Como es impracticable, quedan la sospecha y la ansiedad: la inseguridad está también en la mesa" 18 (p. 79). Los riesgos asociados al así llamado "pesimismo" parecen haberse multiplicado en los últimos años hasta el infinito y hoy diversos estudios epidemiológicos parecen haber encontrado los modelos matemáticos capaces de transformar al pesimismo en un factor de riesgo para las enfermedades coronarias 28; el mal de parkinson, el cáncer 29 e incluso para la mortalidad precoz 30. Por su parte el tornado Katrina puso en evidencia la inutilidad de los esquemas individuales de protección: los riesgos clásicos reaparecieron con fuerza inesperada en la sociedad más rica del planeta: hambre, falta de agua potable, falta de asistencia médica, convivencia con cadáveres, amenaza de epidemias, violencia, cólera, etc.

Por eso Castel 18 prefiere distanciarse de las tesis de la "sociedad de riesgo" enunciadas por Beck 27 y Guiddens 19, y sostiene que es necesario negarse a aceptar que inevitablemente debamos convivir con esa nueva sensibilidad contra los riesgos. Para él, es posible y deseable oponerse a esa proliferación de riesgos que caracteriza a la modernidad tardía.

No se trata de minimizar los riesgos derivados de la sociedad globalizada, simplemente se trata de señalar, a partir del análisis de Castel 18, las dificultades que implica trasladar la lógica de los nuevos riesgos a los riesgos clásicos que reclaman la construcción de redes de protección social.

Si los múltiples riesgos a los que estamos expuestos en la vida moderna no son mutualizables, si su control depende de cambios de comportamiento individuales, el traslado de esta lógica a los riesgos clásicos significará necesariamente un aumento de la desprotección y el aislamiento. Trasladar esa lógica a los accidentes de trabajo, a la vejez, a la enfermedad, a la violencia o al desempleo significa retirar las protecciones sociales y substituirlas por la lógica de la responsabilidad individual. Por esa razón "la ideología generalizada e indiferenciada del riesgo [la llamada "sociedad del riesgo"] se ofrece hoy como la referencia teórica privilegiada para enunciar la insuficiencia, el carácter obsoleto, de los dispositivos clásicos de protección" 18 (p. 82).

De ese modo, la relación entre riesgo, accidente y pobreza estudiada por los higienistas del siglo XIX se ha subordinado a una nueva percepción sobre los riesgos, la de una amenaza difusa y permanente que nos condena inevitablemente al fracaso. La desaparición y el debilitamiento de las protecciones sociales clásicas dan testimonio de esa subordinación, que no por haber sido reiteradamente denunciada ha dejado de ser verdadera. El repliegue de las clásicas protecciones estatales contra la vejez o contra la violencia, y la inevitable consecuencia de que esas protecciones están en nuestras manos (como controlar el estrés o la taza de colesterol) genera monstruosidades de las cuales acabamos de tener un ejemplo cabal con el reciente plebiscito contra las armas. Se ha creído poder trasladar la lógica del autocuidado aún a la defensa contra la violencia urbana, se ha creído que ante la inoperancia del Estado para controlar la violencia ese control estaba enteramente en nuestras manos.

Esta parece ser una respuesta inevitable ante la nueva sensibilidad contra los riesgos. Por esa razón, hoy más que nunca es necesario oponerse a la ideología del riesgo, a esa sobrevaloración de la noción de riesgo, que ha abierto las puertas a la sospecha generalizada por la conducta del otro y que ha instalado el miedo en nuestras prácticas cotidianas.

Tal vez debamos preguntar: "¿y si nuestra ideología actual de la salud, si las campañas publicitarias de prevención, los formidables aparatos de datos epidemiológicos y de definiciones estandarizadas de protocolos de diagnóstico y de cura están produciendo más mal que bien?" 22 (p. 144). Y si esta ideología del riesgo y la normalidad conduce a producir sujetos permanentemente frustrados (porque la enfermedad, los infortunios, la vejez forman parte de la vida) y al mismo tiempo inseguros y desprotegidos (porque ya no contamos con las clásicas protecciones contra riesgos "mutualizables")?

Para concluir puede ser útil recordar, con Canguilhem 12, que la búsqueda de una salud perfecta es una tarea inútil. Que es legítimo y necesario integrar a nuestra existencia ese dominio de fracasos, enfermedades e infortunios que forman parte de nuestras vidas y que no podemos reducir a amenazas medicalizables. Que, por otra parte, es necesario crear y reconstruir redes de protección contra esos riesgos que nos exponen al desamparo, a la vejez, a la pobreza, a la violencia tanto como a esas nuevas enfermedades emergentes y re-emergentes sin frontera que surgen como efecto del mundo globalizado.

En fin, de lo dicho hasta aquí se puede concluir que la actual sensibilidad generalizada contra los riesgos parece haber contribuido a naturalizar y minimizar esos riesgos clásicamente vinculados a las inequidades sociales que reclaman la reconstrucción de redes de protección hoy debilitadas, sin que eso implique dejar de respetar la exigencia de discreción de la relaciones sociales. Esto es, sin multiplicar espacios de control destinados a responsabilizar a los individuos por sus sufrimientos.

 

Referencias

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Correspondencia
S. Caponi
Departamento de Saúde Pública
Universidade Federal de Santa Catarina
Rua Esteves Junior 605, apto. 1414
Florianópolis, SC 88015-130, Brasil
sandracaponi@newsite.com.br

Recibido el 13/Sep/2005
Versión final presentada el 22/Nov/2005
Aprobado el 12/Sep/2006

Escola Nacional de Saúde Pública Sergio Arouca, Fundação Oswaldo Cruz Rio de Janeiro - RJ - Brazil
E-mail: cadernos@ensp.fiocruz.br