La crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina**Fuente: Educación Médica y Salud. 1976;2:152-70. Conferencia dictada en el curso de medicina social que tuvo lugar en octubre de 1974 en el Instituto de Medicina Social, Centro Biomédico de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, Brasil.

The crisis of medicine or the crisis of antimedicine

Michel Foucault Acerca del autor

Como punto de partida de esta conferencia quiero referirme a un asunto que empieza a ser discutido en todo el mundo: la crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina. Mencionaré al respecto el libro de Ivan Illich Medical Nemesis The Expropriation of Health****Londres, Calder and Boyars, 1975. el cual, dada la gran resonancia que ha tenido y continuará teniendo en forma creciente en los próximos meses, señala a la opinión pública mundial el problema del funcionamiento actual de las instituciones del saber y del poder médicos.

Pero para analizar este fenómeno partiré de una fecha bastante anterior, los años 1940-1945, más exactamente el de 1942, en que se elaboró el famoso Plan Beveridge, que en Inglaterra y en otros muchos países sirvió de modelo a la organización de salud después de la segunda guerra mundial.

La fecha de este Plan tiene un valor simbólico. En 1942 -en plena guerra mundial en la que perdieron la vida 40 millones de personas- se consolida no el derecho a la vida sino un derecho diferente, más cuantiosos y complejo: el derecho a la salud. En un momento en que la guerra causaba grandes estragos, una sociedad asume la tarea explícita de garantizar a sus miembros no solo la vida sino también la vida en buen estado de salud.

Además de este valor simbólico, la fecha reviste importancia por varias razones:

  1. El Plan Beveridge indica que el Estado se hace cargo de la salud. Se podría afirmar que esta no era una innovación, pues desde el siglo XVIII una de las funciones del Estado, si no fundamental por lo menos importante, era la de organizar la salud física de los ciudadanos. Sin embargo, creo que hasta mediados del siglo XX la función de garantizar la salud de los individuos significaba para el Estado, esencialmente, asegurar la fuerza física nacional, garantizar su capacidad de trabajo y de producción, así como la defensa y ataques militares. Hasta entonces, la medicina estatal consistió en una función orientada principalmente hacia fines nacionalistas cuando no raciales. Con el Plan Beveridge la salud se transforma en objeto de preocupación de los Estados, no básicamente para ellos mismos sino para los individuos, es decir, el derecho del hombre a mantener su cuerpo en buena salud se convierte en objeto de la propia acción del Estado. Por consiguiente, se invierten los términos: el concepto del individuo en buena salud para el Estado se sustituye por el del Estado para el individuo en buena salud.

  2. No se trata solo de una inversión en el derecho sino de lo que podrías denominarse una moral del cuerpo. En el siglo XIX aparece en todos los países del mundo una copiosa literatura sobre la salud, sobre la obligación de los individuos de garantizar su salud, la de su familia, etc. El concepto de limpieza, de higiene como limpieza, ocupa un lugar central en todas estas exhortaciones morales sobre la salud. Abundan las publicaciones en las que se insiste en la limpieza como requisito para gozar de buena salud, o sea, para poder trabajar a fin de que los hijos sobrevivan y aseguren también el trabajo social y la producción. La limpieza es la obligación de garantizar una buena salud al individuo y a los que le rodean. A partir de la segunda mitad del siglo XX surge otro concepto. Ya no se habla de la obligación de la limpieza y la higiene para gozar de buena salud sino del derecho a estar enfermo cuando se desee y necesite. El derecho a interrumpir el trabajo empieza a tomar cuerpo y es más importante que la antigua obligación de la limpieza que caracterizaba la relación moral de los individuos con su cuerpo.

  3. Con el Plan Beveridge la salud entra en el campo de la macroeconomía. Los déficit debidos a la salud, a la interrupción del trabajo y a la necesidad de cubrir esos riesgos dejan de ser simplemente fenómenos que podrían ser resueltos con las cajas de pensiones o con los seguros más o menos privados. A partir de entonces, la salud -o su ausencia- el conjunto de las condiciones en virtud de las cuales se va a asegurar la salud de los individuos, se convierte en un desembolso por su cuantía, a nivel de las grandes partidas del presupuesto estatal, cualquiera que fuese el sistema de financiamiento. La salud empieza a entrar en los cálculos de la macroeconomía. Por intermedio de la salud, de las enfermedades y de la manera en que se cubrirán las necesidades de la salud se trata de proceder a cierta redistribución económica. Una de las funciones de la política presupuestaria de la mayor parte de los países desde los comienzos del presente siglo era la de asegurar, mediante el sistema de impuestos, una cierta igualación, si no de los bienes por lo menos de los ingresos. Esta redistribución ya no dependería del presupuesto sino del sistema de regulación y de la cobertura económica de la salud y las enfermedades. Al garantizar a todas las personas las mismas posibilidades de recibir tratamiento y curarse se pretendió corregir en parte las desigualdades en los ingresos. La salud, la enfermedad y el cuerpo empiezan a tener sus bases de socialización de los individuos.

  4. La salud es objeto de una verdadera lucha política. A partir del fin de la guerra y de la elección triunfante de los trabajadores en Inglaterra en 1945, no hay partido político ni campaña política, en cualquier país más desarrollado, que no plantee el problema de la salud y la manera en que el Estado garantizará y financiará los gastos de los individuos en ese campo. Las elecciones británicas de 1945, al igual que las relativas a las cajas de pensiones de Francia en 1947, con la victoria mayoritaria de los representantes de la Confederación General de Trabajadores, señalan la importancia de la lucha política por la salud.

Tomando como punto de referencia simbólica el Plan Beveridge, se observa en el decenio de 1940-1950 la formulación de un nuevo derecho, de una nueva moral, una nueva economía, una nueva política del cuerpo. Los historiadores acostumbran a relatar con gran cuidado y meticulosidad lo que los hombres dicen y piensan, el desenvolvimiento histórico de sus representaciones y teorías, la historia del espíritu humano. Sin embargo, es curioso que siempre hayan ignorado el capítulo fundamental, que sería la historia del cuerpo humano. A mi juicio, para la historia del cuerpo humano en el mundo occidental moderno deberían seleccionarse estos años de 1940-1950 como fechas de referencia que marcan el nacimiento de este nuevo derecho, esta nueva moral, esta nueva política y esta nueva economía del cuerpo. Desde entonces, el cuerpo del individuo se convierte en uno de los objetivos principales de la intervención del Estado, uno de los grandes objetos de los que el propio Estado debe hacerse cargo.

En tono humorístico podríamos hacer una comparación histórica. Cuando el Imperio Romano se cristalizó en la época de Constantino, el Estado por primera vez en la historia del mundo mediterráneo se atribuyó la tarea de cuidar las almas. El Estado cristiano no solo debía cumplir las funciones tradicionales del Imperio sino permitir que las almas lograran su salvación e incluso forzarlas a ello. Así, el alma se convirtió en uno de los objetivos de la intervención del Estado. Todas las grandes teocracias, desde Constantino hasta las teocracias mitigadas del siglo XVIII en Europa, fueron regímenes políticos en los que la salvación del alma constituía uno de los objetivos principales.

Podría afirmarse que en la actualidad está surgiendo lo que en realidad ya se venía preparando desde el siglo XVIII, es decir, no una teocracia sino una somatocracia. Vivimos en un régimen en que una de las finalidades de la intervención estatal es el cuidado del cuerpo, la salud corporal, la relación entre las enfermedades y la salud, etc. Es precisamente el nacimiento de esta somatocracia, que desde un principio vivió en crisis, lo que trato de analizar.

En el momento en que la medicina asumía sus funciones modernas, mediante la estatización que la caracteriza, la tecnología médica experimentaba uno de sus raros pero enormes progresos. El descubrimiento de los antibióticos, es decir, la posibilidad de luchar por primera vez de manera eficaz contra las enfermedades infecciosas, es contemporáneo al nacimiento de los grandes sistemas de seguro social. Fue un progreso tecnológico vertiginoso, en el momento en que se producía una gran mutación política, económica, social y jurídica de la medicina.

A partir de este momento se establece la crisis, con la manifestación simultánea de dos fenómenos: el avance tecnológico importante que significó progreso capital en la lucha contra las enfermedades y el nuevo funcionamiento económico y político de la medicina, sin conducir al mejor bienestar sanitario que cabía esperar, sino a un curioso estancamiento de los beneficios posibles resultantes de la medicina y de la salud pública. Este es uno de los primeros aspectos de la crisis que pretendo analizar, haciendo referencia a algunos de sus efectos para mostrar que ese desenvolvimiento reciente de la medicina y su estatización y socialización -de lo que el Plan Beveridge da una visión general- es de origen anterior.

En realidad no hay que pensar que la medicina permaneció hasta nuestros tiempos como actividad de tipo individual, contractual, entre el enfermo y su médico, y que solo recientemente esta actividad individualista de la medicina se enfrentó con tareas sociales. Por lo contrario, procuraré demostrar que la medicina, por lo menos desde el siglo XVIII, constituye una actividad social. En cierto sentido la “medicina social” no existe porque toda la medicina ya es social. La medicina fue siempre una práctica social, y lo que no existe es la medicina “no social”, la medicina individualista, clínica, del coloquio singular, puesto que fue un mito con la cual se defendió y justificó cierta forma de práctica social de la medicina: el ejercicio privado de la profesión.

De esta manera, si en verdad la medicina es social, por lo menos desde que cobró su gran impulso en el siglo XVIII, la crisis actual no es realmente actual, sino que sus raíces históricas deben buscarse en la práctica social de la medicina.

Por consiguiente no plantearé el problema en los términos en que lo enuncian Ilich o algunos de sus discípulos: medicina o antimedicina, ¿debemos continuar o no la medicina? El problema no debe ser el de si se requiere una medicina individual o social, sino el del modelo de desarrollo de la medicina a partir del siglo XVIII, cuando se produjo lo que podríamos denominar el “despegue” de la medicina. Este “despegue” sanitario del mundo desarrollado fue acompañado de un desbloqueo técnico y epistemológico de considerable importancia de la medicina y de toda una serie de prácticas sociales. Y son estas formas propias del “despegue” las que conducen hoy a una crisis. La cuestión estriba en saber: 1) ¿cuál fue ese modelo de desarrollo? 2) ¿en qué medida se puede corregir? Y 3) ¿en qué medida puede ser utilizado actualmente en sociedades o poblaciones que no experimentaron el modelo de desarrollo económico y político de las sociedades europeas y americana? En resumen, ¿cuál es ese modelo de desarrollo? ¿puede ser corregido y aplicado en otros lugares?

Pasaré a exponer algunos de los aspectos de esta crisis actual.

CIENTIFICIDAD Y EFICACIA DE LA MEDICINA

En primer lugar, me referiré a la separación o la distorsión entre la cientificidad de la medicina y la positividad de sus efectos, o entre la cientificidad y la eficacia de la medicina.

No hubo que esperar a Ilich ni a los antimédicos para saber que una de las propiedades y una de las capacidades de la medicina es la de matar. La medicina mata, siempre mató, y de ello siempre se ha tenido conciencia. Lo importantes es que hasta tiempos recientes los efectos negativos de la medicina quedaron inscritos en el registro de la ignorancia médica. La medina mataba por ignorancia del médico o porque la propia medicina era ignorante; no era una verdadera ciencia sino solo una rapsodia de conocimientos mal fundados, mal establecidos y verificados. La nocividad de la medicina se juzgaba en proporción a su no cientificidad. Pero lo que surge desde el comienzo del siglo XX, es el hecho de que la medicina podría ser peligrosa, no en la medida de su ignorancia y falsedad, sino en la medida de su saber, en la medida en que constituye una ciencia.

Ilich y los que en él se inspiran revelaron una serie de datos sobre el tema, pero no estoy seguro de que todos estén bien elaborados. Hay que dejar de lado diversos resultados espectaculares para uso del periodismo. Por eso no me extenderé respecto a la considerable disminución de la mortalidad relacionada con la huelga de médicos en Israel; ni mencionaré hechos bien registrados pero cuya elaboración estadística no permite definir ni descubrir de lo que se trata. Es el caso de la investigación realizada por los Institutos Nacionales de Salud (EUA) según la cual en 1970 fueron hospitalizados 1, 500, 000 personas por causa de la absorción de medicamentos. Estos datos estadísticos son pavorosos pero no aportan pruebas fehacientes puesto que no indican la manera en que se administraron estos medicamentos, quién los consumió, a consecuencia de qué acción médica y en qué contexto médico, etc. Tampoco analizaré la famosa investigación de Robert Talley quien demostró que en 1967 murieron 30, 000 norteamericanos en hospitales debido a intoxicaciones por medicamentos. Todo eso así tomado en conjunto no tiene un gran significado ni estará fundamentado en un análisis válido. Es preciso conocer otros factores. Por ejemplo, se deberá saber la manera en que se administraron esos medicamentos, si fue a consecuencia de un error del médico, del personal hospitalario o del propio enfermo, etc. No me extenderé tampoco respecto a las estadísticas sobre operaciones quirúrgicas, particularmente ciertos estudios sobre histerectomías en California que señalan que en 5, 500 casos, el 14% de las intervenciones habían sido inútiles, que una cuarta parte de las pacientes eran mujeres jóvenes, y que solo en el 40% de los casos se pudo determinar la necesidad de esta operación.

Todos estos hechos, a los que el material recogido por Ilich dio gran notoriedad, se deben a la habilidad o ignorancia de los médicos, sin poner en tela de juicio la propia medicina en su cientificidad.

En cambio lo que resulta mucho más interesante y plantea el verdadero problema es lo que podría denominarse no la iatrogenia, sino la iatrogenia positiva, los efectos médicamente nocivos debidos no a errores de diagnóstico ni a la ingestión accidental de esas sustancias, sino a la propia acción de la intervención médica en lo que tiene de fundamento racional. En la actualidad los instrumentos de que disponen los médicos y la medicina en general, precisamente por su eficacia, provocan ciertos efectos, algunos puramente nocivos y otros fuera de control, que obligan a la especie humana a entrar en una historia arriesgada, en un campo de probabilidades y riesgos cuya magnitud no puede medirse con precisión.

Sabido es, por ejemplo, que el tratamiento antiinfeccioso, la lucha llevada a cabo con el mayor éxito contra los agentes infecciosos, condujo a una disminución general del umbral de sensibilidad del organismo a los agentes agresores. Ello significa que en la medida en que el organismo se sabe defender mejor, se protege, naturalmente, pero por otro lado se deja al descubierto y expuesto si se impide el contacto con los estímulos que desarrollan las defensas.

De manera más general se puede afirmar que por el propio efecto de los medicamentos -efectos positivo y terapéutico- se produjo una perturbación, para no decir una destrucción, del ecosistema no solo del individuo sino de la propia especie humana. La cobertura bacilar y vírica, que constituye un riesgo pero al mismo tiempo una protección para el organismo, con la que funcionó hasta entonces, sufre una alteración por la intervención terapéutica y queda sujeta a ataques contra los que el organismo estaba protegido.

En definitiva, no se sabe a lo que conducirán las manipulaciones genéticas efectuadas en el potencial genético de las células vivas, en los bacilos o en los virus. Se tornó posible técnicamente elaborar agentes agresores del organismo humanos para los que no hay medios de defensa ni destrucción. Se pudo forjar un arma biológica absoluta contra el hombre y la especie humana sin que simultáneamente se desarrollaran los medios de defensa contra esta arma absoluta. Esto hizo que los laboratorios estadounidenses pidieran que se prohibieran las manipulaciones genéticas que actualmente pueden realizarse.

Así pues, entramos en una dimensión bastante nueva de lo que podría denominarse riesgo médico. El riesgo médico, el vínculo difícil de romper entre los efectos positivos y negativos de la medicina, no es nuevo, sino que data del momento en que un efecto positivo de la medicina fue acompañado, por su propia causa, de varias consecuencias negativas y nocivas.

A este respecto abundan los ejemplos en la historia de la medicina moderna que comienza en el siglo XVIII. En ese siglo la medicina adquirió, por primera vez, suficiente fuerza para lograr que ciertos enfermos salieran del hospital. Hasta la mitad del siglo XVIII nadie salía del hospital. Se ingresaba en estas instituciones para morir. La técnica médica del siglo XVIII no permitía al individuo hospitalizado abandonar la institución en vida. El hospital representaba un claustro para morir, era un verdadero “mortuorio”.

Otro ejemplo de un considerable progreso médico acompañado de un gran déficit a nivel de la morbilidad fue el descubrimiento de los anestésicos y de la técnica de anestesia general en los años 1844-1847. A partir del momento en que se puede adormecer a una persona se puede practicar una operación quirúrgica, y los cirujanos de la época se entregaron a esta labor con gran entusiasmo. Pero en ese momento no se disponía de instrumentos asépticos. La asepsia comienza a introducirse en la práctica médica en 1870, y después de la guerra de ese mismo año y del relativo éxito obtenido por los médicos alemanes, se convierte en una práctica corriente en todos los países del mundo.

A partir del momento en que se logra adormecer a las personas desaparece la barrera del sufrimiento -la protección conferida al organismo por el umbral de tolerancia al dolor- y se puede proceder a cualquier operación. Ahora bien, en ausencia de asepsia, no cabe duda de que toda operación no solo constituye un riesgo sino, casi con toda seguridad, irá acompañada de la muerte. Por ejemplo, durante la guerra de 1870, un célebre cirujano francés, Guerin, practicó amputaciones a varios heridos pero solo consiguió salvar a uno de los operados; los restantes fallecieron. Este es un ejemplo típico de la manera en que siempre ha funcionado la medicina a base de sus propios fracasos e inconveniencias y de que no existe un gran progreso médico que no haya pagado el precio de las diversas consecuencias negativas directamente vinculadas al progreso de que se trate.

Este fenómeno característico de la historia de la medicina moderna adquiere actualmente una nueva dimensión en la medida en que, hasta los últimos decenios, el riesgo médico concernía únicamente al individuo que podría morir en el momento en que iba a ser curado. A lo sumo se podría alterar su descendencia directa, es decir, el dominio de la posible acción negativa se limitaba a una familia o una descendencia. En la actualidad, con las técnicas de que dispones la medicina, la posibilidad de modificar el armamento genético de las células no solo afecta al individuo o a su descendencia sino a toda la especie humana; todo el fenómeno de la vida entra en el campo de acción de la intervención médica. No se sabe aún si el hombre es capaz de fabricar un ser vivo de tal naturaleza que toda la historia de la vida, el futuro de la vida, se modifique.

Surge pues, una nueva dimensión de posibilidades médicas, a la que denominaré la cuestión de la biohistoria. El médico y el biólogo ya no trabajan a nivel del individuo y de su descendencia sino que empiezan a hacerlo a nivel de la propia vida y de sus acaecimientos fundamentales. Estamos en la biohistoria y este es un elemento muy importante.

Se sabía desde Darwin que la vida evolucionaba, que la evolución de las especies vivas estaba determinada, hasta cierto punto, por accidentes que podrían ser de índole histórica. Darwin sabía, por ejemplo, que el aislamiento en Inglaterra, práctica puramente económica y jurídica, había modificado la fauna y la flora inglesas. Pero eran las leyes generales de la vida que en esa época se vinculaban a ese acontecimiento histórico.

En nuestros días se descubre algo nuevo: la historia del hombre y la vida tienen implicaciones profundas. La historia del hombre no continúa simplemente la vida, ni la reproduce, sino que la reanuda, hasta cierto punto, y puede ejercer varios efectos totalmente fundamentales sobre sus procesos. Este es uno de los grandes riesgos de la medicina actual y una de las razones del tipo de malestar que se comunica de los médicos a los pacientes, de los técnicos a la población general, en lo que se refiere a los efectos de la acción médica.

Una serie de fenómenos, como el rechazo radical y bucólico de la medicina a favor de una reconciliación no técnica con la naturaleza, temas como el milenarismo y el temor a un apocalipsis de la especie, representan de manera difusa en la conciencia de las personas, el eco, la respuesta a esta inquietud técnica que los biólogos y los médicos empiezan a demostrar en cuanto a los efectos de su propia práctica y del propio saber. El no saber ya ha dejado de ser peligroso y el peligro radica en el propio saber. El saber es peligroso, no solo por sus consecuencias inmediatas a nivel del individuo o de grupos de individuos, sino a nivel de la propia historia. Esto constituye una de las características fundamentales de la crisis actual.

MEDICALIZACIÓN INDEFINIDA

La segunda característica es lo que voy a denominar el fenómeno de la “medicalización” indefinida. Con frecuencia se afirma que en el siglo XX la medicina comenzó a funcionar fuera de su campo tradicional definido por la demanda del enfermo, su sufrimiento, sus síntomas, su malestar, lo que promueve la intervención médica y circunscribe su campo de actividad, definido por un dominio de objetos denominado enfermedades y que da un estatuto médico a la demanda. Así es como se define el dominio propio de la medicina.

No cabe duda de que si este es su dominio propio, la medicina actual lo ha rebasado de manera considerable por varias razones. En primer lugar, la medicina responde a otro motivo que no es la demanda del enfermo, lo que solo acontece en casos más bien limitados. Con mucha más frecuencia la medicina se impone al individuo, enfermo o no, como acto de autoridad. A este respecto pueden citarse varios ejemplos. En la actualidad no se contrata a nadie sin el dictamen del médico que examina autoritariamente al individuo. Existe una política sistemática y obligatoria de “screening”, de localización de enfermedades en la población, que no responde a ninguna demanda del enfermo. Asimismo, en algunos países, la persona acusada de haber cometido un delito, es decir, una infracción considerada de suficiente gravedad como para ser juzgada por los tribunales, debe someterse obligatoriamente al examen de un perito psiquiatra, lo que en Francia es obligatorio para todo individuo puesto a disposición de las autoridades judiciales, aunque sea un tribunal correccional. Estos son simplemente algunos ejemplos de un tipo de intervención médica bastante familiar que no proviene de la demanda del enfermo.

En segundo lugar, tampoco el dominio de objetos de la intervención médica se refiere a las enfermedades sino a otra cosa. Mencionaré dos ejemplos. Desde comienzos del siglo XX, la sexualidad, el comportamiento sexual, las desviaciones o anomalías sexuales se relacionan con la intervención médica, sin que un médico diga, a menos que sea muy ingenuo, que una anomalía sexual es una enfermedad. La intervención sistemática de una terapéutica de tipo médicos en los homosexuales de los países de Europa Oriental es característica de la “medicalización” de un objeto que, ni para el sujeto ni para el médico, constituye una enfermedad.

De un modo más general se puede afirmar que la salud se convirtió en un objeto de intervención médica. Todo lo que garantiza la salud del individuo, ya sea el saneamiento del agua, las condiciones de vivienda o el régimen urbanístico es hoy un campo de intervención médica que, en consecuencia, ya no está vinculado exclusivamente a las enfermedades.

En realidad, la medicina de intervención autoritaria en un campo cada vez mayor de la existencia individual o colectiva es un hecho absolutamente característico. Hoy la medicina está dotada de un poder autoritario con funciones normalizadoras que van más allá de la existencia de las enfermedades y la demanda del enfermo.

Si bien es cierto que los juristas de los siglos XVII y XVIII inventaron un sistema social que debería ser dirigido por un sistema de leyes codificadas, puede afirmarse que en el siglo XX los médicos están inventando una sociedad, ya no de la ley, sino de la norma. Lo que rige a la sociedad no son los códigos sino la perpetua distinción entre lo normal y lo anormal, la perpetua empresa de restituir el sistema de normalidad.

Esta es una de las características de la medicina actual, aunque se puede demostrar fácilmente que se trata de un viejo fenómeno, de una manera propia de desarrollo del “despegue” médico. Desde el siglo XVIII la medicina siempre se ocupó de lo que no se refería a ella, es decir, de un discurso de tipo médico más o menos elaborado con una perspectiva médica o a base de un saber médico. No se logra salir de la medicalización, y todos los esfuerzos en este sentido se remiten a un saber médico.

Por último quisiera citar otro ejemplo en el campo de la criminalidad y pericia psiquiátrica en materia de delitos. La cuestión planteada en los códigos penales del siglo XIX consistía en determinar si un individuo era un enfermo mental o un delincuente. Según el código francés de 1810 no se puede ser al mismo tiempo delincuente y loco. El que es loco no es delincuente, y el acto cometido es un síntoma, no un delito, y por lo tanto no cabe la condena.

Ahora bien, en la actualidad el individuo considerado como delincuente, y que como tal va a ser condenado, se somete a examen como si fuera demente y, en definitiva siempre se le condena en cierto modo como loco. Así lo demuestra el hecho de que, por lo menos en Francia, no se pregunta al perito psiquiatra llamado por el tribunal para que dictamine si el sujeto fue responsable del delito. La pregunta se limita a averiguar si el individuo es peligroso o no.

Y ¿cuál es este concepto de peligro? Uno de dos, o el psiquiatra responde que el sujeto no es peligroso, es decir, que no está enfermo ni muestra ningún signo patológico y que al no ser peligroso no hay razón para que se le condene (su no patologización significa llevar aparejada la supresión de la condena), o bien el médico afirma que el individuo es peligroso pues tuvo una infancia frustrada, su superego es débil, no tiene noción de la realidad, muestra una constitución paranoica, etc. En este caso el individuo ha sido “patologizado” y se le puede castigar, y se le castigará en la medida en que se identificó como enfermo. Así pues, la vieja dicotomía que, en los términos del código, calificaba al sujeto de delincuente o de enfermo, quedó totalmente eliminada. Ahora solo hay dos posibilidades, la de un poco enfermo, siendo realmente delincuente, no o un poco delincuente siendo un verdadero enfermo. El delincuente no se libra de la patología. Recientemente en Francia un ex recluso escribió un libro para hacer comprender que si robó no fue porque su madre lo destetó antes de tiempo ni porque su superego es débil ni tampoco porque sufre de paranoia, sino porque le dio por robar y ser ladrón.

La preponderancia conferida a la patología se convierte en una forma general de regulación de la sociedad. La medicina ya no tiene campo exterior. Fichte hablaba de “Estado comercial cerrado” para describir la situación de la Prusia de 1810. Se podría afirmar en relación con la sociedad moderna que vivimos en “Estados médicos abiertos” en los que la dimensión de la medicalización ya no tiene límite: ciertas resistencias populares a la medicalización se deben precisamente a esta investidura de predominio perpetuo constante.

ECONOMÍA POLÍTICA DE LA MEDICINA

Por último quisiera exponer otra característica de la medicina moderna, a saber, lo que podría denominarse la economía política de la medicina.

Tampoco se trata de un fenómeno reciente, pues desde el siglo XVIII la medicina y la salud fueron presentadas como problema económico. Por exigencias económicas la medicina surgió a fines del siglo XVIII. No hay que olvidar que la primera gran epidemia estudiada en Francia en el siglo XVII y que dio lugar a un acopio nacional de datos no era realmente una epidemia sino una epizootia. Se trataba de una mortandad catastrófica en una serie de rebaños del sur de Francia lo que contribuyó al origen de la Real Sociedad de Medicina. La Academia de la Medicina en Francia nació de una epizootia, no de una epidemia, lo que demuestra que los problemas económicos fueron los que motivaron el comienzo de la organización de esta medicina.

Puede afirmarse también que la gran neurología de Duchenne de Boulogne, de Charcot, etc., nació de los accidentes ferroviarios y accidentes del trabajo ocurridos alrededor de 1860, en el momento en que se planteaba el problema de los seguros, la incapacidad para el trabajo, la responsabilidad civil de los empleadores a los transportadores, etc. La base económica de la medicina moderna estuvo presente en su historia.

Pero lo que resulta peculiar en la situación actual es que la medicina se vinculó a los grandes problemas económicos a través de un aspecto distinto del tradicional. En otro momento lo que se exigía a la medicina era el efecto económico de dar a la sociedad individuos fuertes, es decir, capaces de trabajar, de asegurar la constancia de la fuerza laboral para el funcionamiento de la sociedad moderna.

En la actualidad la medicina encuentra la economía por otro conducto. No simplemente porque es capaz de reproducir la fuerza de trabajo sino porque puede producir directamente riqueza en la medida en que la salud constituye un deseo para unos y un lucro para otros. La salud en cuanto se convirtió en objeto de consumo, que puede ser producido por unos laboratorios farmacéuticos, médicos, etc., y consumidos por otros -los enfermos posibles y reales- adquirió importancia económica, y se introdujo en el mercado.

El cuerpo humano se introdujo dos veces en el mercado: la primera por el asalariado, cuando el hombre vendió su fuerza de trabajo, y la segunda por intermedio de la salud. Por consiguiente el cuerpo humano entra de nuevo en el mercado económico en cuanto es susceptible a las enfermedades y a la salud, al bienestar o al malestar, a la alegría o al sufrimiento, en la medida en que es objeto de sensaciones, deseos, etc.

Desde el momento en que el cuerpo humano entra en el mercado, por intermedio del consumo de salud, aparecen varios fenómenos que causan disfunciones en el sistema de salud y de la medicina contemporánea.

Contrariamente a lo que cabía esperar, la introducción del cuerpo humano y de la salud en el sistema de consumo y mercado no elevó de una manera correlativa y proporcional el nivel de salud. La introducción de la salud en un sistema económico que podía ser calculado y medido indicó que el nivel de salud no operaba en la actualidad como el nivel de vida. En cuanto el nivel de vida se define por la capacidad de consumo de los individuos, el crecimiento del consumo humano, que aumenta igualmente el nivel de salud, no mejora en la misma proporción en que aumenta el consumo médico. Los denominados economistas de la salud estudiaron varios hechos de esta naturaleza. Por ejemplo, Charles Levinson, en un estudio sobre la producción de la salud que data de 1964, indicó que al aumentar en un 1% el consumo de los servicios médicos descendió en un 0.1 % el nivel de mortalidad, desviación que puede considerarse como normal pero que solo ocurre en un medio puro y ficticio. En el momento en que el consumo médico se coloca en el medio real, se observa que las variedades del medio, en particular el consumo de alimentos, la educación y los ingresos familiares, son factores que influyen más que el consumo médico en la tasa de mortalidad. Por ejemplo, el aumento de los ingresos puede ejercer un efecto negativo sobre la mortalidad, y es dos veces mayor que el consumo de medicamentos. Es decir, si los ingresos solo aumentan en la misma proporción que el consumo de servicios médicos, el beneficio que representa el aumento del consumo médico quedará anulado e invertido por el pequeño incremento de los ingresos. De manera análoga, la educación actúa sobre el nivel de vida en una proporción dos veces y media mayor que el consumo médico. Por consiguiente, para una vida prolongada, es preferible un nivel de educación que el consumo médico.

Así pues, si el consumo médico se coloca en el conjunto de variables que pueden actuar sobre la tasa de mortalidad se observará que este factor es el más débil de todos. Las estadísticas de 1970 indican que, a pesar de un aumento constante del consumo médico, la tasa de mortalidad, que es uno de los indicadores más importantes de salud, no disminuyó, y resulta todavía mayor para los hombres que para las mujeres.

Por consiguiente, el nivel de consumo médico y el nivel de salud no guardan relación directa, lo que revela una paradoja económica de un crecimiento de consumo que no va acompañado de ningún fenómeno positivo del lado de la salud, la morbilidad y la mortalidad. Otra paradoja de esta introducción de la salud en la economía política es el hecho de que las transferencias sociales que se esperaban de los sistemas del seguro social no desempeñan la función deseada. En realidad, la desigualdad de consumo de los servicios médicos es casi tan importante como antes. Los más adinerados continúan utilizando los servicios médicos mucho más que los pobres, como ocurre hoy en Francia, lo que da lugar a que los consumidores más débiles, o sea, los más pobres, paguen con sus contribuciones el superconsumo de los más ricos. Por añadidura, las investigaciones científicas y la mayor parte del equipo hospitalario más valioso y caro se financian con la cuota del seguro social, mientras que los sectores en manos de la medicina privada son los más rentables porque técnicamente resultan menos complicados. Lo que en Francia se denomina albergue médico, como una pequeña operación, pertenece al sector privado y de esta manera lo sostiene el financiamiento colectivo y social de las enfermedades.

Así vemos que la igualación del consumo médico que se esperaba del seguro social se adulteró en favor de un sistema que tiende cada vez más a restablecer las grandes desigualdades ante la enfermedad y la muerte que caracterizaban a la sociedad del siglo XIX. Hoy, el derecho a la salud igual para todos pasa por un engranaje que lo convierte en una desigualdad.

Se plantea a los médicos el siguiente problema: ¿cuál es el destino del financiamiento social de la medicina, el lucro derivado de la salud? Aparentemente este financiamiento va a pasar a los médicos, pero en realidad no sucede así. La remuneración que reciben los médicos, por importante que sea en ciertos países, no representa nada en los beneficios económicos derivados de la enfermedad y la salud. Los que realmente obtienen el mayor lucro de la salud son las grandes empresas farmacéuticas. En efecto, la industria farmacéutica está sostenida por el financiamiento colectivo de la salud y la enfermedad, por mediación de las instituciones del seguro social que obtienen fondos de las personas que obligatoriamente deben protegerse contra las enfermedades. Si esta situación todavía no está bien presente en la conciencia de los consumidores de salud, es decir los asegurados sociales, los médicos la conocen perfectamente. Estos profesionales se dan cada vez más cuenta de que se están convirtiendo en intermediarios casi automáticamente entre la industria farmacéutica y la demanda del cliente, es decir, en simple distribuidores de medicamentos y medicación.

Vivimos una situación en que ciertos hechos fueron llevados a un paroxismo. Y estos hechos, en el fondo, son los mismos de todo el desarrollo médico del sistema a partir del siglo XVIII cuando surgió una economía política de la salud, los procesos de medicalización generalizada, los mecanismos de la biohistoria. La denominada crisis actual de la medicina no es más que una serie de fenómenos suplementarios exacerbados que modifican algunos aspectos de la curva pero que no la crearon.

La situación actual no se debe considerar en función de medicina o antimedicina, de interrupción o no interrupción de los costos, de retorno o no a una especie de higiene natural, al bucolismo paramédico. Estas alternativas carecen de sentido. En cambio sí tienen sentido, y por eso ciertos estudios históricos pueden resultar de cierta utilidad, el tratar de comprender en que consistió el “despegue” sanitario y médico de las sociedades de tipo europeo a partir del siglo XVIII. Importa saber cuál fue el modelo utilizado y en qué medida se puede modificar, y por último, en el caso de las sociedades que no conocieron ese modelo de desarrollo de la medicina, que por su situación colonial o semicolonial solo tuvieron una relación remota o secundaria con esas estructuras médicas y ahora piden una medicalización, a la que tienen derecho porque las enfermedades infecciosas afectan a millones de personas y no sería válido emplear argumento, en nombre de un bucolismo antimédico, de que cuando estos países no sufran de estas infecciones experimentarán enfermedades degenerativas como en Europa. Es preciso averiguar si el modelo de desarrollo médico de Europa a partir de los siglos XVIII y XIX se deben constituir o modificar y en qué medida debe hacerse para su aplicación eficaz en esas sociedades sin que produzcan consecuencias negativas.

Por eso creo que la revisión de la historia de la medicina que podamos realizar tiene cierta utilidad: se trata de conocer mejor no tanto la crisis actual de la medicina, lo que constituye un concepto falso, sino cuál fue el modelo de funcionamiento histórico de esa disciplina desde el siglo XVIII, para saber en qué medida se puede modificar.

Es el mismo problema que se plantea a los economistas modernos que se vieron obligados a estudiar el “despegue” económico de Europa a partir de los siglos XVII y XVIII para ver si ese modelo de desarrollo se podía adaptar a sociedades todavía no industrializadas.

Se requiere la modestia y el orgullo de los economistas y afirmar que la medicina no debe ser rechazada ni adoptada como tal; que la medicina forma parte de un sistema histórico; que no es una ciencia pura y que forma parte de un sistema económico y de un sistema de poder, y que es necesario determinar los vínculos entre la medicina, la economía, el poder y la sociedad para ver en qué medida se puede rectificar o aplicar el modelo.

  • *
    Fuente: Educación Médica y Salud. 1976;2:152-70. Conferencia dictada en el curso de medicina social que tuvo lugar en octubre de 1974 en el Instituto de Medicina Social, Centro Biomédico de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, Brasil.

  • **
    Londres, Calder and Boyars, 1975.

Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    Jan-Mar 2018
Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas La Habana - La Habana - Cuba
E-mail: ecimed@infomed.sld.cu